Es habitual que acudan a consulta personas que dicen tener mala suerte en el amor, afirmando relacionarse con cierto patrón de personas (autoritarios, dominantes, sumisos, controladores, manipuladores, etc) con las que no acaban de encajar y sentirse bien, generándose dinámicas desagradables o tóxicas.
El modo en que nos relacionamos con nuestra pareja no nace de forma espontánea, así como tampoco nace de la espontaneidad el tipo de pareja hacia el que nos tendemos a orientar. Según la teoría del apego, el modo en que nos relacionamos con nuestra pareja está condicionado por la forma en que nos hemos ido vinculando hasta la fecha con las personas más relevantes de nuestra vida. Como el apego comienza a construirse durante los primeros años, el mayor impacto en la constitución del apego la tienen las personas que inicialmente responden a nuestras necesidades, generalmente, los padres.

Las funciones básicas de la figura de apego son, para el niño; el mantenimiento de la proximidad; proveer una base segura desde la cual explorar el mundo; y un refugio seguro en el que buscar consuelo y seguridad ante el peligro o la amenaza. A medida que crecemos las dinámicas que se generan con esas primeras figuras de apego generan expectativas para con otros y consigo mismos sobre la naturaleza de estas interacciones. A partir de estas relaciones aprendemos a abrirnos, a confiar, a protegernos y desconfiar. Aprendemos hasta donde nos conviene involucrarnos emocionalmente y hasta donde puede resultarnos dañino y doloroso. Constituimos nuestro autoconcepto en la medida en que asumimos ser valiosos y queridos si estas necesidades se satisfacen así como asumimos ser menos valiosos si nuestras necesidades no tienen valor para otros. Es decir, en función el estilo de apego que hayamos aprendido durante la infancia tenderemos vernos a nosotros mismos a valorarnos y a relacionarnos con nuestras parejas en la edad adulta.

La clasificación de los estilos de apego permite distinguir tres tipos fundamentales; el seguro, el inseguro-ambivalente y el inseguro-evitativo.

-Apego seguro. En términos generales, las madres o padres de niños con este estilo de apego son sensibles a las señales de sus hijos con que éstos son capaces de usar a sus cuidadores como una base segura cuando están angustiados. Han internalizado una relación de confianza con su figura de apego, saben que sus cuidadores estarán disponibles y que serán responsivos a sus necesidades cuando, por ejemplo, sus recursos para enfrentarse al mundo no son suficientes.
Cuando estos niños crecen, lo hacen con una autoestima positiva, valorándose porque han sido valorados y sensibles a malos tratos y manipulaciones, pues son conscientes de que no son merecedores de ello. No necesitan una relación, no tienden a ser dependientes porque se sienten seguros de sí mismos, también en la soledad y la intimidad.

-Inseguro-ambivalente o resistente. Han internalizado una relación de desconfianza debido a la dificultad que asumen a la hora de acceder a sus cuidadores. Las características del cuidado materno/paterno en este caso son de insensibilidad, intrusividad e inconsistencia.
De adultos, estas personas tienden a la necesidad de aprobación, de atención y cariño; a la dependencia. Son personas inseguras en lo que respecta a sus habilidades y capacidades, así como en lo que respecta a sus relaciones. Estas inseguridades tratan de ser paliadas con confirmaciones continuas y constantes reclamos de cariño y acercamiento.

-Inseguro-evitativo. Las características del cuidado materno/paterno en este caso son de rechazo, rigidez, hostilidad y aversión del contacto. Tienden a rechazar los intentos de proximidad física y emocional de sus hijos.
Cuando estos niños alcanzan la edad adulta tienden a evitar las relaciones íntimas que conlleven una importante carga emocional. Para ello, tienden a mostrarse fríos y distantes, creando un escudo al su alrededor que limite el acercamiento.
En este punto es muy importante señalar que estos aspectos; NO SON INAMOVIBLES. Conforman patrones de comportamiento relativamente rígidos pero, de la misma forma que podemos aprendernos, podemos desaprenderlos y adquirir unos nuevos, más saludables, más adaptativos. El primer paso lo tenemos claro, identificar que hay algo que no funciona como quisiéramos en nuestro modo de actuar, el siguiente, ¿Por qué no pedir ayuda para gestionar toda la carga que este nuevo aprendizaje puede traer consigo?.

“Los seres humanos de todas las edades son más felices y pueden desarrollar mejor sus capacidades cuando piensan que, tras ellos, hay una o más personas dignas de confianza que acudirán en su ayuda si surgen dificultades”
Bowlby, 1986, p. 128 Nuria Losada Álvarez

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